Desde niño escuché las
mismas razones; la vuelta de la democracia le daba al voto obligatorio su
vocación per se: garantizar la democracia ganada a los militares, reyes en los
70, tras la muerte de Perón, una figura que de tan buena y mala, hacía sombra
al más pasmado. Porque Perón fue el político del siglo 20 argentino. Y Juan
Domingo era un militar.
Ya en el 83 la ebullición
de la libertad democrática era un concepto que abría al diálogo, las artes y lo
sueños de grandeza argentinos. Un pueblo donde la contradicción es el sueño de
la revolución eterna, una revolución que lejos de defender la libertad, cual
resistencia francesa en la segunda guerra, pasa más por la charla de café y
filosofía de baratillo. Solucionamos el mundo hablando, pero a diferencia de
Alemania y su milagro alemàn postguerra, aquí tenemos mucha tierra y poca mano
de obra predispuesta. Yo, por caso, soy un citadino más. Somos pocos y las
tierra nos sobra.
Entonces desde los 80 la
democracia y el voto formaron el único matrimonio que no tomo el atajo del
divorcio, una vez este legalizado en el año 87. Pasó Alfonsín y su abandono,
vino Menem y trajo a Menem, el espejo de una sociedad con ansias de consumo y
brillo. Luego aparcó de La Rúa, mmm, un muchacho, con paradoja portuguesa pues
poca calle (rúa) tenía el hombre, quien luego de acostar a su vice se dedicó a
autografiar sus propias fotos mientras fuera el país se volvía puro
fuego y hambre.
Y al no haber gobierno, el
pueblo no recibe dádivas, acto seguido: hambre.
Tan acostumbrados a elegir
al menos malo estábamos, que luego de la lección del 2001 y el eterno meneo
dólar-peso, decidimos elegirlos a todos: ningún candidato logró más del 25% y 5
de ellos de disputaron una presidencia. Así Carlos Saúl se retiró invicto en
toda contienda electoral a lo largo de su carrera política.
Es justo entonces: nuestro
espejo no tiene por qué pagar más cara la herejía de devolvernos nuestro propio
reflejo, si la gente (la gente somos nosotros!) no es capaz de ver sus
propios yerros antes que los ajenos.
"Los políticos son
todos iguales", mil veces lo escuché. Los políticos son tan argentinos
como yo o cualquier otro gaucho o guacho de estos pagos. Mutemos a todos esos
argentinos, ¿serán doscientos mil ciudadanos acaso?, y sorteemos a otros tantos
para ocupar esos espacios de poder. Tal vez la desazón sea exactamente la misma
que ahora; pero a cuento de que averiguarlo?
Los gobiernos existen
porque nosotros los aceptamos; y no hablo de guerra, guerrilla, cortes de ruta,
marchas, mitines ni día nacional de no sé cuánto. Por supuesto tampoco hablo de
revolución ni anarquía, claro que no. Esas palabras se han disuelto en manos de
mucho inescrupuloso que anda dando vuelta por ahí sin saber cómo engancharse de
la hermosa vaca lechera que es esta tierra, mal llamada Argentina, pues si
tanto nos gusta la platita, debería llamarse Argentinita. Lo recuerdo a mis 8 o 9 años en las charlas que "los
grandes", sostenían...."Este país es
una vaca lechera, le sacás le sacás y no se termina más...y mirá que roban,
eh?"...tardé 15 años en darme cuenta que detrás de frases así, se
escondía un secreto regodeo por haber nacidos "bien parados" en el
planeta. Geográficamente lejos de las guerras, lejos de territorios yermos,
lejos de ser árabes o comunistas, pero lejos también de la curiosidad de los
Guevaras del planeta, que decidieron dar vueltas al mundo para descubrir que
las revoluciones del alma no tienen bandera, nosotros, la mayoría de los
argentinos, preferimos atarnos al fruto que nunca merma, tierra donde
"tirás cualquier cosa y crece..", aceptando todos los lejos que la
vida nos presenta.
Luego de Carlos Saúl,
llegaron Néstor y Cristina Kirchner, y más allá de buenas y malas decisiones
levantaron a lo largo de estos diez años banderas bien notorias, entre ellas la
defensa de los derechos humanos desde la visión política y la concreción del
Estado y los actos públicos de pase de factura al ambiente militar todo, y
también la visión clara, precisa, de un enemigo visible, establecido y
publicitado.
De un día como hoy 27 de
octubre, donde miles y miles de pesos, e intereses andan dando vueltas esperando que el
ganador los baje de un hondazo, poca cosa buena puede salir.
Domingo en que la
industria del voto se hace su agosto bienal, moviendo millones y millones en
transporte, comida, ropa, promesas de planes y mejoras, postes para luz o vigas
para el techo de la casita, o contante y sonante por jornal. No me queda
claro en cómo anteponiendo todo este negociado vamos a mejorar ustedes o yo,
vecinos de algunos barrios mas allá.
Mujeres y hombres de traje
y elegancia, hablando en recintos de maravillosa arquitectura, transmitidos por
todos los medios de información las 24 horas, mientras sean noticia. Tomando decisiones,
implementando ideas resoluciones y proyectos, decidiendo como va a ser
nuestro futuro pagado con sendos impuestos y/o trabajos.
No, gracias, para mí todo
esto no puede llamarse democracia.
Me siento más representado
democráticamente por una sociedad de fomento o Comuna vecinal, en la que las
decisiones de mejoras se generan y concretan trabajando palmo a palmo y pata a
pata con el otro, espacio compartido donde nadie tiene el mote de ministro ni
secretario, sino que nos llamamos Laura o Lucas, por caso. Que somos compañeros
por elección de barrio, de alma, donde pasamos a dejarnos unas verduras de
regalo o caemos con un paquete de yerba. ¿Porqué elegir a alguien que me
represente en una ciudad remota para que él tome decisiones por mí y para mi
barrio?, Pienso que es mejor ser responsable por uno mismo y accionar en pos del medio que nos rodea, aquí, ahora, en el mismo lugar que habitamos y no en
la capital de una provincia lejana.
Si, prefiero el pago chico
en donde la creencia en el otro es inherente por cooperación implícita.
Sí, elijo remarla con una
barriada de 300 personas organizadas para el avance de huertas vecinales y
formación de talleres en base a los oficios o profesiones de los mismos
vecinos.
Sí, quiero el uso en común
de los vehículos motorizados de la vecindad, para el beneficio de la economía
familiar y el bien común en pos de un aire menos poblado de gasolina.
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